Archivo de la categoría ‘ Literatura ’

Las cuitas del general Whitman. (1).

 

 

Después del caso Müller, el general Whitman se abandonó en soledad en la casa del páramo. No quería saber nada más del mundo ni de nadie. Se había sentido muy menospreciado en el caso. Mucho. Había perdido la fe en todo y en todos, hasta en sí mismo. Y una persona sin confianza, sin un cabo donde agarrarse en su interacción con los demás, no puede tener una vida sana. Por ello se encerró en su biblioteca, en su mundo de libros y colecciones de medallas. Disfrutaba malsanamente recreándose en novelas de espionaje, de intrigas, de personajes ninguneados acostumbrados a perder. Pero él no era un perdedor y lo sabía. Intelectualmente era un portento, no necesitaba que nadie se lo dijese. Aunque sabía que a pesar de ello y quizás por ello mismo, su escala de valores no coincidía con la de los demás. No por quedarse corto, sino más bien todo lo contrario, por pasarse de largo. Ésto le producía inquietud y desazón. A menudo padecía de cólicos y de dispepsia. Los nervios le jugaban malas pasadas. Y todo después de aquel fatídico veredicto del tribunal. Y después de haber aparecido trazas de estramonio en las copas que la señora Müller había servido en la cena aquel desafortunado día hacía ya dos años.

El general se abandonaba a la lectura todas las tardes en el butacón de su gabinete. Hojeaba revistas de viajes. Tomaba libros de los estantes y los acariciaba blandamente, y luego leía hasta doscientas páginas de una tirada. Y a media tarde, cuando en el reloj de pared sonaban las 6:00, después de tomar su acostumbrada infusión de escaramujo y frambuesas, se dejaba cabecear plácidamente en la butaca, hasta el punto de quedarse dormido como un niño. Era normalmente una hora más tarde cuando él mismo se despertaba con el furor de sus ronquidos. Así pues, todo parecía retornar a su cauce para el general. Lejos habían quedado los días de vino y rosas con la señora Müller. Y ahora disfrutaba el merecido descanso del guerrero.

 

 

Todo corría bien en el páramo, a pesar de lo siniestro que era. Silzbourg parecía un paraje sacado de alguna narración de Edgar Allan Poe. El censo electoral contabilizaba un total de ciento ochenta y seis habitantes en las elecciones de hacía tres años. De forma casi aleatoria, alrededor de noventa casas de campo, una iglesia, el consistorio y una hostería, se dispersaban a ambas márgenes del lago. Por las mañanas, el aire estaba mezclado con densos jirones de niebla. Por las tardes, el sol y el viento barrían la niebla y se veía el lago en toda su plenitud. Bandadas de avefrías y de ánsares cruzaban el cielo en formación. Pero a las ocho de la tarde la bruma volvía a colapsar y la noche se apoderaba del páramo. Se solían oír lobos aullando y búhos ululando. Y las tinieblas poseían el corazón de los campesinos y sobrecogían a los viajeros nocturnos. Por las noches llegaba el correo de Southampshire. No era un dato desconocido para ninguno de los lugareños que más de un empleado del correo había muerto mientras trabajaba. La prensa de provincias había reseñado como causa el ahogamiento después de una borrachera. Pero éso sólo era la versión oficial que habían dado los rotativos. Se rumoreaba que la viuda Müller tenía alguna relación con lo sucedido. Pero nadie sabía a ciencia cierta cuál era esa relación. De manera que representaba más una leyenda que ninguna otra cosa.

 

 

El café de las almas perdidas. (1).

 

 

Yo solamente había oído hablar del tema alguna vez. Se decía que en aquella parte de la ciudad había un café muy extraño y muy escondido, donde los desventurados de la vida hallaban la paz. Y que para entrar en él necesitabas la entrada que te daba alguien en la esquina de dos callejuelas concretas. Me hallaba yo maltrecho sufriendo por los mundanos contratiempos de mi errante existir. Y pensé que sería un buen momento para saber si aquéllo era sólo una leyenda o si por el contrario era algo cierto. Así que crucé un domingo por la tarde, después de comer, toda la barriada sur de la ciudad, hasta llegar al lugar que hacía esquina entre las calles Esperanza y Alegría. En el cruce de estas callejas, que no parecía infundir ninguna de las emociones que aludían en su nombre, había una librería de viejo, un quiosco y un orfanato de oscuras vidrieras con un pequeño jardín donde dos señoras de bata blanca parecían conversar sentadas bajo un árbol. Me acerqué al quiosco, y para entablar conversación con el dueño le pedí la edición de tarde del periódico local.

-Buenas tardes, ¿me puede dar la edición de tarde de La gaceta?
-Cómo no. Tenga. Es uno noventa.
-Gracias, tenga usted.
-Perdone mi indiscrección, pero no recuerdo haberlo visto antes por aquí.
-Así es, es la primera vez que me dejo caer por este lugar.
-Lo entiendo perfectamente. Esta barriada cae a desmano de la ciudad industrial, de los negocios y del funcionariado burocrático. Aquí no hallará prácticamente ninguna oficina en varias manzanas a la redonda. Es un sitio sombrío, que apenas nadie transita. Encontrará muchos mendigos por aquí, pero nunca espere que ninguno le asalte ni que traten de robarle. Son mendigos honrados, que se contentan con sobrevivir. ¿Le puedo preguntar qué le trae por aquí?.
-Sólo tenía ganas de vagar libremente sin un rumbo fijo. Y hoy mis pasos me trajeron a esta confluencia.
-No me engañe usted. Tengo la suficiente edad para ser lo suficientemente buen psicólogo y fisonomista. Usted tiene la marca.
-¿A qué marca se refiere?
-La marca inequívoca del infeliz.
-¿A qué marca se refiere usted? Me está usted poniendo nervioso.
-Usted tiene los ojos vidriosos y húmedos y la inconfundible marca de las líneas de marioneta. Usted es y ha sido muy infeliz en su vida.
-Fantástico. ¿Con qué derecho se cree usted para entrometerse de ese modo en mi vida, la cual sólo es de mi incumbencia? Para satisfacer las carencias del espíritu de los humanos ya existen los psicólogos.
-Hay algo más y mejor que éso.
-¿A qué se refiere?

Y entonces el quiosquero tomó un talonario que tenía guardado en su estancia y arrancó una hoja del taco, ofreciéndomela con una sonrisa.
-Hay pocas personas que son elegidas para asistir a este lugar. Muy contadas. Pero usted es buen candidato, pues tiene la marca. Esta es la entrada que le pedirán en el hall. Dése por bienvenido al café de las almas perdidas. Busque esta dirección que figura aquí, entre en este café y disfrute. Es lo mejor que se va a llevar de esta vida en sus circunstancias.
Al principio pensé en rechazar aquel ofrecimiento de un extraño, con el que jamás había hablado. Pero acto seguido, siguiendo mi instinto y mi intuición, acepté el papelito.

-Gracias. Buscaré ese sitio. ¿Cuánto le debo?
-Nada. El auxilio de las almas perdidas es gratuito. Tenga usted buena tarde. Yo ahora ya me tengo que ir. Ya he cumplido con mi cometido de hoy.
Y acto seguido, el quiosquero sacó una llave del bolsillo, bajó la persiana de su negocio, y cerró todos sus estantes. Y se marchó de allí sin mediar ninguna palabra más.
Me quedé allí plantado. El reloj de muñeca marcaba las cuatro. Y decidí buscar aquel lugar, que al parecer era mágico.

 

Khayyam, el inmortal.

 

 

¿Qué es cualquier día de nuestra existencia en comparación con la eternidad?. Evidentemente, nuestra vida podría en principio no tener ningún tipo de trascendencia en el Cosmos, y de hecho apenas la tiene. En algún momento de nuestro pasado un óvulo fue fecundado y de ahí surgimos como la entidad consciente que somos, tan efímeros como prescindibles. Esta apreciación es extensible a intervalos de tiempo de mayor duración, que en el devenir no significan prácticamente nada. Así, podemos decir, por ejemplo, que veinte años no son nada. Y no lo son a escala planetaria. Y podemos aún más, decir que en relación a los eones que fluyen en los púlsares, los que por otra parte son un buen patrón para un reloj cósmico, once siglos son muy poco tiempo. Sin embargo, a escala humana once siglos representan la vida de trece generaciones o más de personas.

Así pues, vivimos un instante en la eternidad. ¿Seguro?. Pues no lo tendría tan seguro. Y Omar Khayyan, gran astrónomo, médico, matemático, y poeta persa, ya conocía este hecho hace once siglos, los que para el universo no han representado en principio ninguna cosa trascendental. Porque Omar era muy observador, y se dio cuenta ya por aquel entonces, que, tal y como contaba en sus cuartetas rubbaiyat, las ánforas y los cántaros de barro, con los que los bebedores de vino se solazaban en la taberna, en un pasado habían sido amasados con las moléculas de un amante y su bienamada. El asa del ánfora era el cuello por donde aquél cogía a la doncella. Y también mostraba su clarividencia cuando advertía que nada podíamos esperar ni de nuestro pasado ni de nuestro futuro, sólo podemos mantenernos conscientes en el presente continuo. O cuando veía en el vino un buen compañero para ayudarse a sentir el devenir.

Khayyam no era una persona cualquiera, era un sabio. Su sabiduría partía de lo que parten todas las sabidurías, de la vida contemplativa impregnada de la penetración de la mente. Porque él no advertía ningún alma ni en sueños, sólo la trataba como la invención que es de la religión. En su viaje personal a la búsqueda de lo que somos los humanos, y de nuestro papel en el mundo, vio lo que los buenos librepensadores terminan razonando en sus mundanas especulaciones. Que todo está relacionado con todo. Que antes de la realidad que ahora somos ha habido otras realidades en las que hemos estado presentes de manera inerte, otras vidas, si queremos llamarlo así. En definitiva sólo somos moléculas, y las células de las que estamos formados están formadas por moléculas. Así pues, estos corpúsculos provienen de una línea de linaje exitosa que se remonta a los primeros homínidos, los que a su vez provenían de una línea de linaje que arrancaba con otros mamíferos que los precedieron. Y a su vez, que obtenían alimento con las células y moléculas de otros animales y plantas. En todos nosotros tenemos algo de animal, algo de planta, algo de roca y algo de ser humano. Y aún más, somos hijos de las estrellas, tal y como Carl Sagan difundió en su serie Cosmos. Las moléculas de las que estamos formados tienen su origen en los procesos que siguen a la fusión nuclear que se produce en las estrellas, y que dan lugar a elementos más pesados que el hidrógeno y el helio. Al final de su vida, las estrellas que tienen masa suficiente implosionan por el peso de estos elementos, en antagonismo con las reacciones nucleares que se producen en su interior, y se forma una supernova, que se encarga de distribuir por el universo de una manera espontánea todo el material que allí fue sintetizado.

Omar Khayyám, «el fabricante de tiendas», tal y como se traduce su apellido, vivió en todo momento fiel a sus principios. Fue marginado por los poderes fácticos de aquel entonces (que aún lo son hoy en día), la religión y todo su fanatismo antitético al concepto puro de librepensamiento. El poder de la muchedumbre, contra el que un hombre solo no es capaz de articular ningún tipo de idea novedosa basada en el bien. Y siguió su carpe diem particular hasta el mismo instante de su muerte. Muchos fueron sus logros como astrónomo y matemático, pero eligió ser enterrado en una tumba a la sombra de unos rosales. Hoy en día existe un mausoleo allí, donde es venerada la memoria del genio persa. Y donde, quizás, sus moléculas aún viven entre el néctar de las rosas. La sociedad de amigos de Khayyam, que practicaba sus reuniones en la Inglaterra victoriana a finales del siglo XIX, «acogió» como hijo predilecto a Edward Fitzgerald. A él hoy se le conoce por la traducción del poema de mayor éxito que existe en lengua inglesa, que son precisamente los «Rubbaiyat». De los rosales de Neyshapur se trasladaron esquejes a la tumba del académico inglés, donde también hoy sus moléculas dan abono a las rosas. Las rosas que, desde Horacio, representan el instante actual del devenir. Pero cuya planta matriz pervive en las generaciones.

 

 

 

El hombre con rayos X en los ojos.

 

 

Trabajaba en el Hospital Alexander Fleming Memorial como cirujano e investigador de primera línea. En aquel mes de enero la cadena de acontecimientos sucedió vertiginosamente. Había tenido unas asociaciones de ideas durante el transcurso de una operación. ¿Y si el médico fuese capaz de atravesar con su mirada los tejidos? Entonces me vino a la mente el clásico de Herbert George Wells del hombre invisible, que había leído en mi pubertad, en el que un investigador demente había ideado un suero con el que conseguía cambiar el índice de refracción del cuerpo del sujeto al que se le inoculaba, de modo que se volvía totalmente diáfano a la luz. Fue coger esta idea en apariencia imposible y darle unas cuantas vueltas en mi cabeza. Y empezó a aparecer una cadena de proteínas en mi imaginación. Y poco a poco, a base de mucha paciencia, de pasar falta de sueño, acumular hambre y perder todo contacto con mis colegas y mi mujer, surgió el prototipo de suero como por ensalmo. Sólo faltaba sintetizarlo. Éso fue bastante más difícil. No por que no tuviera los elementos y los medios, sino por que los compuestos que iba hallando en los ensayos parciales eran claramente inestables. Y tenían un tiempo de vida muy pequeño. Pero, afortunadamente, y cuando mi paciencia estaba expirando, una idea propia de un genio en biología me arrebató por completo la atención de lo que estaba haciendo. ¿Y si configuraba las cuatro moléculas que constituían la red de la disolución de manera que formaran un oscilador bioquímico? Éso es, un oscilador bioquímico. De este modo, si aportaba la energía suficiente a las cuatro moléculas de la red, conseguiría un compuesto que no tendría fin, que mostraría existencia indefinida, al menos mientras no cesase mi aporte de energía. Tendría como resultado una disolución cuya concentración de cada molécula sería periódica de período la suma de los tiempos de reacción en cada uno de los sentidos, dado que la reacción era bidireccional y reversible. Mas debería suministrar energía continuamente al sujeto que sirviera para mis pruebas, ya fuese con una batería o de alguna otra manera que por el momento no percibía. Este aspecto lo solucioné poco después, puesto que en el laboratorio guardaba algunos viejos acumuladores de iones, que me resolvían la problemática de manera satisfactoria.

 

 

El día 10 de enero grabé en mi magnetófono la primera sesión de pruebas. Conecté la batería con un electrodo a la piel de un mono babuíno que me serviría para los experimentos. Le inyecté lentamente el suero presionando el émbolo de la jeringa. Al mismo tiempo iba tomando cuidadosas anotaciones de todas las variaciones de sus constantes vitales en el transcurso de la prueba. Al principio el mono Mick parecía no mostrar ningún cambio detectable mediante los aparatos de medida. Su presión sanguínea era completamente normotensa. El latido del corazón se mantenía a una tasa de setenta pulsaciones por minuto. La temperatura estuvo en todo momento rondando los treinta y ocho grados Celsius. Así pues, en apariencia el suero no parecía cambiar nada de la fisiología de Mick. Y éllo era una buena señal, pues significaba que el compuesto no producía ningún efecto secundario. En cuanto al comportamiento de Mick, no percibí nada en la primera prueba que me hiciese sospechar ninguna cosa anómala. Requería, pues, pasar a las pruebas sucesivas, en las que el suero inoculado fuese en aumento.

El día 17 de enero, el mono Mick recibió una dosis del compuesto cinco mililitros superior. Con la excepción de un pequeño aumento del ritmo cardíaco, Mick se comportó casi exactamente que la vez anterior. Y digo casi, porque en el minuto treinta y cinco posterior a la inyección se mostró perplejo e inquieto, como si algo hubiese cambiado delante de él. Pude comprobarlo cuando le mostré un paño negro con el que tenía envuelto una banana. Mick me robó el paño, cogió la banana y se puso a pelarla, con una parsimonia que exasperaría al mismo Buda. Ésto me hizo creer que iba por el buen camino. Puesto que Mick aparentaba traspasar el paño. O al menos ésa fue mi conclusión.

 

 

Otra semana después, el día 24 de enero, puse en práctica el tercer y último experimento de la serie. Incrementé de nuevo la dosis en otros cinco mililitros. A Mick le presenté en torno al minuto treinta después de la inyección una caja de plomo que contenía otra banana. Y Mick de ésta vez fue más rápido. Abrió la caja, cogió el plátano y lo devoró, dejándome impresionado. Pero le noté un comportamiento extraño en torno al minuto cincuenta. Cuando pensé que los efectos del tósigo habían remitido, Mick se mostró intranquilo. Comenzó a dar patadas a los alambres de la jaula. Se puso a chillar de manera insistente. Sus gritos me penetraban en lo más hondo de mi cabeza. Tuve que sacrificarlo, pero fue por el bien de la empresa. Un análisis post-morten de su cerebro probó que tenía una alta concentración del compuesto en el córtex visual, la parte de la masa encefálica que se halla por encima de la nuca. Así pues, ésa resultaba ser la parte cerebral diana del suero, tal y como yo había intuido en su desarrollo. Todo casaba a la perfección, pues esa parte está implicada en la visión, tal y como se sabe y como siempre se ha enseñado en las facultades de medicina. La idea de probar el suero en mí mismo me embargó por completo. Me obsesioné con esa idea. Apenas comía. A mi mujer la veía una vez a la semana. Estaba echando a perder mi vida por el hecho de pensar si debía o no inyectarme el tósigo. Y al final decidí que sí debía hacerlo.

 

 

El día 27 de febrero me hice suministrar por la doctora McKenzie una dosis intravenosa de diez mililitros del compuesto, mientras me era aplicado un electrodo con una pequeña batería en el bíceps derecho. Reconozco que había tonteado alguna vez con ella. Era una bióloga rubia muy atractiva e inteligente, que me había sacado en más de una ocasión de apuros en alguna de mis investigaciones de doctorado. Mi mujer no sabía nada, pero una vez incluso habíamos ido al pub O’Flannagans a tomar unas pintas por la tarde. Pero nada más que éso. Yo a mi mujer la tenía y tengo en un pedestal, es mucha mujer para mí. Demasiado buena mujer como para ni siquiera pensar en causarle el mínimo rasguño emocional. Nunca jamás se me pasaría semejante idea por la cabeza. Por ello siempre fui casto y mantuve una fidelidad a ella a prueba de balas. Pero a los cinco minutos de haberme administrado el suero, me di cuenta que algo había cambiado en la doctora. No se le veía ninguna ropa por encima. Me froté los ojos con las manos, para asegurarme de que no estaba soñando. Su cabello rubio bajaba por el cuello y caía perpendicularmente hacia el suelo, por encima de la espina dorsal. La espalda era nívea y bien proporcionada. Y llevaba un sujetador wonderbra último modelo que sostenía unos hermosos senos. Ella mantenía la conversación normalmente, como siempre había hecho, y yo comenzaba a sudar y a ponerme colorado como una guinda. Y entonces mi pulso se aceleró, según pude contar, hasta las ciento veinte pulsaciones por minuto. Sudaba y sudaba. La ansiedad me dominó. Y le dije a la doctora McKenzie…doctora, doctora, lléveme a un médico o a mi casa que me he puesto malo.

 

Annabel Lee. Edgar Allan Poe.

 

 

La última etapa de la vida de Edgar Allan Poe la marcaron su abandono a la bebida y su fuerte depresión. Lo que más tuvo que ver en éllo fue la irreparable pérdida de su esposa Virginia, que falleció de manera muy prematura a causa de la tuberculosis. El carácter de Edgar, que ya había sido melancólico durante toda su vida, se vio muy afectado, y perdió precisamente las ganas de vivir. En el año 1849, poco después de su muerte, se publicó su poema póstumo Annabel Lee, en el que refleja cuánto se amaron Virginia y él, a pesar de haberse casado muy jóvenes. Lo saco ahora a colación por ser mañana el día de San Valentín.

 

Annabel Lee
It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

I was a child and she was a child,
In this kingdom by the sea,
But we loved with a love that was more than love—
I and my Annabel Lee—
With a love that the wingèd seraphs of Heaven
Coveted her and me.

And this was the reason that, long ago,
In this kingdom by the sea,
A wind blew out of a cloud, chilling
My beautiful Annabel Lee;
So that her highborn kinsmen came
And bore her away from me,
To shut her up in a sepulchre
In this kingdom by the sea.

The angels, not half so happy in Heaven,
Went envying her and me—
Yes!—that was the reason (as all men know,
In this kingdom by the sea)
That the wind came out of the cloud by night,
Chilling and killing my Annabel Lee.

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we—
Of many far wiser than we—
And neither the angels in Heaven above
Nor the demons down under the sea
Can ever dissever my soul from the soul
Of the beautiful Annabel Lee;

For the moon never beams, without bringing me dreams
Of the beautiful Annabel Lee;
And the stars never rise, but I feel the bright eyes
Of the beautiful Annabel Lee;
And so, all the night-tide, I lie down by the side
Of my darling—my darling—my life and my bride,
In her sepulchre there by the sea—
In her tomb by the sounding sea.

 

Annabel Lee
Fue hace muchos, muchos años,
en un reino junto al mar,
que vivió una doncella a quien ustedes quizá conozcan
por el nombre de Annabel Lee;
esta señorita vivía sin ningún otro pensamiento
más que amar y ser amada por mi.

Era una niña y yo un niño,
en este reino junto al mar,
mas amábamos con un amor que era más que cualquier amor—
yo y mi Annabel Lee—
Con un amor que los serafines alados del cielo
codiciaban, de ella y de mi.

Y esta fue la razón por la que, hace tiempo,
en este reino junto al mar,
un viento sopló de una nube, helando
a mi hermosa Annabel Lee;
de tal modo que sus parientes de alta cuna vinieron
y se la llevaron lejos de mi,
para hacerla callar, en un sepulcro
dentro de este reino junto al mar.

Los ángeles, ni la mitad de felices en el cielo
se volvieron envidiosos de ella y de mi—
¡Si! esta fue la razón (como todos los hombres saben,
en este reino junto al mar)
por la que el viento surgido de esa nube en la noche,
heló y mató a mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era mucho más fuerte que el amor
de esos quienes fueron más viejos que nosotros—
de mucha más sabiduría que nosotros—
y ni los ángeles allá arriba, en el cielo
ni los demonios bajo el mar
podrán nunca separar mi alma del alma
de la hermosa Annabel Lee;

Pues la luna jamás brilla, sin traerme sueños
de la preciosa Annabel Lee;
Y las estrellas nunca saldrán, pero veo el brillo de los ojos
de la bella Annabel Lee;
Y así, durante la marea en la noche me acuesto al lado
de mi querida— mi adorada— mi vida y mi esposa,
en su sepulcro junto al mar—
en su tumba al lado del resonante mar.

 

La parca.

 

 

El oficinista Gutiérrez, que administraba toda la documentación del consulado, jamás había sido feliz. Jamás. Todo lo que había hecho en la vida había sido escribir cuartillas a máquina, poner sellos, falsificar de vez en cuando alguna firma e irse los domingos solo por el casco viejo sin rumbo definido, buscando un cine que tuviese alguna película de la Warner en technicolor, para estar allí sumido en la protección de la oscuridad y pasar la tarde viendo los romances de bellas mujeres con intrépidos caballeros de traje y corbata. Su rutina era ésa.

Así pues, aquel martes día 10 de febrero, cuando estaba plenamente concentrado en la faena, miró circunspecto alrededor suyo cuando oyó abrirse de par en par la puerta de la oficina. Parecía demasiado pronto para que apareciese un nuevo cliente. En el reloj de pared sonaban las diez y cuarto y se oían los pasos de su jefe en su despacho, monótonos y huecos. El cónsul solía recorrer obsesivamente la oficina de un lado a otro miles de veces durante el día. El sonido de las suelas de los zapatos en el entarimado era ya algo tan intrínseco al consulado como lo era el tic tac del carillón o aquellas escenas orientales en los cuadros que colgaban de la pared. Mr. Jones había entrado en la diplomacia muy joven y contaba con la colaboración del eficaz Gutiérrez para casi todo, a veces hasta incluso para sus consultas maritales. Las diez y cuarto. Y apareció ella bajo el umbral de la puerta, introduciéndose en la estancia. Era una mujer de mediana edad, rubia, de cabello de mediana longitud y semblante más bien tristón. Con su huidiza mirada, Gutiérrez advirtió que sus ojos eran azules y refulgentes, como los de una gata siamesa. Tenía las pestañas maquilladas con rimel, y los labios de un rojo carmín, según pudo entrever. Y pensó para sus adentros, vaya, una mujer fatal nos toca ahora. Se volvió a concentrar en los papeles que tenía sobre la mesa, haciéndose el interesante.

-Buenos días, dijo ella.
-Buenos días, replicó él condescendiente.
-Venía arreglar los papeles de una defunción.
-¿Cuál es la dirección del finado? Aquí preparamos la documentación de fallecidos de nuestra nacionalidad solamente, dijo él.
-El caso es que no conozco la dirección. Sólo sé que el fiambre es de esta calle.
Vaya, pensó él. De todos los barrios de Tokio tenía que venir una mujer hermosa de la misma manzana a certificar una defunción.
-¿Y cuál es su nombre, señorita?,
inquirió él con un cierto nerviosismo, ajustándose el nudo de la corbata y secándose con el pañuelo el sudor de la frente, y con su pensamiento nublado como en una ensoñación.
-Yo no le puedo decir mi nombre, sólo le puedo decir que me llaman la parca y que sólo paseo por aquí cuando busco una nueva víctima.
Y entonces Mr. Jones exclamó desde su despacho…¡Gutiérrez!¡Gutiérrez!¿Qué está haciendo?¿Con quién habla?¿Hay alguna persona ahí? Y el pobre Gutiérrez tenía ya medio intestino afuera del abdomen, con el harakiri medio consumado, y la inseguridad de si había sufrido una alucinación y era todo producto de su mente o si había sucedido algo de manera real y no sólo en su imaginación.

 

El sindicato de los hombres invisibles.

 

 

De la noche a la mañana me había vuelto invisible. No me veía en el espejo. No proyectaba ninguna sombra. En los últimos cinco años me había centrado en mis investigaciones privadas. Lo hacía por placer y por amor al arte. Ni siquiera publicaba mis resultados. Era fascinante trabajar y trabajar sin deberle nada a nadie. Muchas noches permanecía imsonne, concentrado en mis cálculos. Y al fin, tras probar moléculas y moléculas, había sintetizado la fórmula de la invisibilidad.

Resultaba divertido al principio. Les levantaba la falda a las muchachas, que salían alborotadas de la facultad de ciencias. Los arrogantes maromos que llevaban de compañeros, con su sombrero bien encasquetado y su bigotito acicalado, eran despojados de la levita y de la bufanda. A los recios militares que paseaban muy estirados por el bulevar, con aires de superioridad, les ponía la zancadilla al doblar la esquina, y se precipitaban malhumorados con estrépito en el charco, con sus impolutos trajes de gala completamente embadurnados de barro y flemas. Era, ya digo, … divertido.
En las infernales madrugadas de diciembre, cruzaba sigiloso los callejones y acababa indefectiblemente en el bar de John. Y allí daba rienda suelta al jolgorio. El camarero no se enteraba de nada. Bebía de las botellas de licores detrás de la barra. Robaba dinero de la caja registradora y les pegaba bofetadas a los efebos muchachos que acompañaban a las ninfas en la oscuridad. A más de uno le reventé la cara, y ellos escapaban a trompicones, sin saber a ciencia cierta cómo eran atacados y quién los atacaba, dejando a las muchachas asombradas y solas. Por las mañanas solía frecuentar los despachos de la gaceta. Era para mí una satisfacción quitarles la silla a los plumillas cuando se disponían a sentarse, y embadurnarles con el tintero todos los papeles que tenían sobre la mesa.

Fue una época de travesuras sin tregua. Y resultaba muy divertido, mucho. Mas un día seis de enero, a las ocho de la tarde, cuando la cabalgata de Reyes desfilaba por la avenida, y los niños se arremolinaban para recoger los caramelos del suelo, un frío intenso me atravesó. Por primera vez me sentí solo. Había más de mil personas a mi alrededor, pero estaba solo. Y entonces pensé que los hombres invisibles carecen de sindicato, y que no tienen pensión de jubilación. Ni hacen vida normal siquiera. Y me sentí maldecido por el destino. Y sollocé en la calle, junto a los mendigos, ahíto de bilis y de impotencia, sabiendo que desde ese momento mi vida poco iba a cambiar, como si un retorcido demiurgo me hubiese condenado a una mazmorra por los días que me quedaban.

 

 

Rubaiyat. Cuarteta XXI.

 

¿Cuándo nací?,
¿cuándo moriré?
Nadie recuerda el día de su
nacimiento ni es capaz de prever
el de su muerte.

¡Ven, dócil bienamada!
Quiero olvidar en la embriaguez el
dolor de nuestra ignorancia.

 

Omar Khayyám

 

Rubaiyat. Cuarteta XX.

 

Fugaces son nuestros días y huyen
como el agua de los ríos y los vientos
del desierto.

Pero, dos días me dejan indiferentes:
el que ayer murió y el que
mañana aún no ha nacido.

 

Omar Khayyám

 

Bertrand Russell, un hombre para el recuerdo.

 

Comparto aquí en esta web, con los oportunos créditos, un hermoso texto extraido del libro El cánon científico, del autor José Manuel Sánchez Ron, que hace alusión al gigante intelectual que fue Sir Bertrand Russell, que me ha mostrado la talla humana de este gran hombre, y que me ha causado una honda emoción.

«…En este punto es preciso detenerse un momento, para señalar que Bertrand Russell es, ciertamente, un miembro de pleno derecho del selecto y reducido club de cualquier canon de la ciencia. Acaso no tanto por los resultados que obtuvo, sino por la ambición y amplitud de intereses que demostró durante su larga vida. Nos dejó libros extraordinarios, sobre matemática, física, filosofía, política y sociología (sin olvidar su bella autobiografía), que se pueden leer hoy igual que cuando fueron publicados. Estaban, además, magníficamente escritos (Russell fue premio Nóbel de Literatura, aunque la decisión de la Academia Sueca pueda ser discutida). Hay unas línas que abren su autobiografía que a mí me conmueven siempre que las leo. No quiero dejar de recordarlas aquí:

BERTRAND RUSSELL, AUTOBIOGRAPHY (1967)

Tres pasiones, simples pero irresistiblemente fuertes, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento, y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas pasiones me han llevado, como grandes vendavales, de aquí para allá, por un caprichoso camino, a través de un profundo océano de angustia, llegando al mismo borde de la desesperación.

He buscado amor, primero, porque trae éxtasis, un éxtasis tan grande que a menudo habría sacrificado el resto de mi vida por unas pocas horas de esta alegría. Lo he buscado, en segundo lugar, porque mitiga la soledad, esa terrible soledad en la que nuestra temblorosa conciencia mira, más allá del límite del mundo, al frío, insondable y sin vida abismo. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una mística miniatura, una protovisión del cielo que los santos y los poetas han imaginado. Esto es lo que busqué, y aunque puede parecer demasiado bueno para la vida humana, esto es, al menos, lo que he encontrado.

Con igual pasión he buscado conocimiento. He deseado comprender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de comprender el poder pitagórico mediante el cual el número domina el flujo. Un poco de esto, aunque no mucho, he logrado.

Amor y conocimiento me transportaron, tanto como fue posible, hacia los cielos. Pero la piedad siempre me trajo de regreso a la tierra. Reverberan en mi corazón ecos de los gritos de sufrimiento. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desamparados que constituyen una odiada carga para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y sufrimiento hacen que la vida parezca una burla de lo que debería ser. Ansío aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.

Ésta ha sido mi vida. He encontrado que merece la pena vivirla, y alegremente la viviría de nuevo si se me diese la oportunidad.»

 

Créditos: El canon científico, José Manuel Sánchez Ron.

 

Amarga locura, por Dave Mistery

 

 

«En la proximidad de fechas navideñas, se ve perturbada la normalidad de un centro psiquiátrico de Manchester. Un paciente ingresado fallece en su cama. No parece haber nada extraño en su muerte y así lo cree, en un inicio, la policía. El eficiente inspector Evans debe encargarse de cerrar rápido el asunto para poder prestar más atención a casos realmente importantes. Sin embargo, a medida que avanza en la investigación, el caso se va complicando. Esa muerte, la de un “pobre diablo” que apenas importa a nadie, se torna en un misterio incomprensible. Evans, con ayuda del metódico inspector jefe McPhee, un hombre con dificultades para conciliar la labor profesional con su familia, intentará desentrañar las numerosas incógnitas que se le van presentando. Si te gusta la novela policíaca con interrogatorios, intriga y giros de guión, no dejes de leer Amarga locura«.

Éste es el texto con el que el autor escondido tras el seudónimo Dave Mistery nos presenta su primera novela. Personalmente, a un adorador como soy de las sagas de detectives y de intriga (Poirot, Miss Marple, Sherlock Holmes y el padre Brown) me parece de entrada muy interesante para pasar parte del mes de agosto a la sombra de un plátano con un vaso de tinto de verano bien frío. Es más, puesto que los autores noveles necesitan el apoyo de los lectores, ya tengo pedido mi ejemplar, que pronto llegará a casa. Muchísima suerte señor Mistery. Que venda Vd. muchos ejemplares.

 

Amarga locura

 

 

«Instrucciones para ignorar los mensajes», por el mexicano Óscar Molina

 

a través de Instrucciones para ignorar los mensajes (web Letras y Poesía)

 

Para ignorar los mensajes uno debe, antes que nada, tener gente que le escriba, además de ser bueno ignorando en otras áreas y, específicamente, ignorando emociones.

Al principio resulta complicado, pero luego de un tiempo solo se vuelve difícil. El ignorador (o ignorante, ignoro cual sea la forma adecuada de llamarle) es un experto en dominarse, controlar los puntos y los signos es la clave para llevar a cabo este ejercicio.

Olvídese de la gente que ama, nadie soporta que le ignoren. Peor aún si lo hace por WhatsApp o Messenger, o alguna otra de esas horribles aplicaciones que lo único que han hecho es malacostumbrarnos a la inmediatez. Resígnese a morir solo (las relaciones personales únicamente se pueden solicitar por escrito y a distancia), usted tendrá amigos a medias, parejas a medias, conocidos desconocidos, puesto que usted no está completo.

Asúmase como alguien no real, o al menos no plenamente real. Ignorar es un cuestionamiento a la existencia, e ignorar lo que los demás nos dicen es todavía más contundente; cuando se pasa mucho tiempo sin que nadie sepa de alguien, entonces se comienza a olvidar, y a olvidar, hasta que ese alguien sólo sobrevive en vestigios y retazos de memoria.

Cuando se ignora se debe ser muy cuidadoso. El material para ignorar es limitado, así que es posible que una vez por año, usted tenga que atraer la atención de dos o tres personas, engatusarlas, acostumbrarlas a su nombre y a su letra y, justo cuando ellas y usted crean que son casi indispensables para la vida del otro, ignorarlas, no por maldad o por gozo, sino simplemente porque se encuentra muy comprometido con esto.

El paso final para ignorar los mensajes (y la gente, y las emociones, éste es el paso final de casi todas las instrucciones de ese tipo) es aceptar que ignorar es una de las formas más radicales que existen para negarnos a nosotros mismos.

Advertencia: si usted se arrepiente y deja inconcluso el proceso, deseando retomar su vida como era antes de que aprendiera a ignorar, no se sorprenda de una cosa: que la gente le ignore.

 

 

Créditos de la imagen: www.upsocl.com

 

Walking around. (Pablo Neruda).

 

Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías

me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones,

a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre

y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.

Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.

 

Pablo Neruda.

 

El tiempo en mis manos.

 

 

Yo era científico y matemático, y trabajaba en mis investigaciones por libre. A la vuelta de la oficina, no necesitaba de nada más que de mi cabeza, un lápiz y un cuaderno. Tenía que construir mi propia criatura, lo deseaba. Usando ciertas ecuaciones fui diseñando poco a poco mi máquina del tiempo. Era mi secreto.

Al principio sólo eran ideas vagas e inconexas. Pero un día todo llegó a encajar y tomar forma. Cada pensamiento en que me recreaba tenía su equivalencia en el cuaderno en forma de tensores y operaciones entre ellos. Cuando tuve acabada la teoría, comencé a construir el artefacto en el garaje. Trabajaba hasta altas horas de la madrugada, perdiendo tiempo de sueño, empeñado en obtener un aparato conforme a las ecuaciones cuanto antes. Se iban sucediendo las semanas y no avanzaba nada. Pero una vez que obtuve todos los materiales, y conseguí concentrarme en las tareas, la máquina fue surgiendo poco a poco de mis manos. Cuando al fin la terminé de construir, decidí fijar un día para mi primer viaje. Mi concepto del paso del tiempo dejaría de ser el mismo cuando la rueda comenzase a girar, si mis cálculos eran correctos. Configuré las clavijas y noté un ligero mareo, al que me fui acostumbrando poco a poco. Mi tiempo local no variaba, pero podía ver como el externo sí lo hacía. Era fabuloso. Contemplaba extasiado como se sucedían las estaciones y los años. Y yo no envejecía. Era el mismo niño de siempre. La máquina era perfecta. Como un Dorian Grey de 15 años, la mente no variaba, los pensamientos fluían en mi cabeza como siempre habían fluido.

Pero, cuando ya estaba embargado por la emoción, noté una cosa. Comenzó como una palpitación en mi corazón y una neblina en los ojos. Algo no iba bien. Repasé de memoria los cálculos. Había algo que no cuadraba. ¿Qué era?. Le daba vueltas en la cabeza, mi mente era un hervidero de pensamientos extraños, y de repente lo vi todo. Acudió a mí como un relámpago. Una maldita cuenta estaba mal. El tensor de la energía basal decaía a la tasa de tiempo externo, no a la tasa de tiempo interno. Me estaba muriendo.

 

Lolita.

 

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.

Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura, sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos fue siempre Lolita. […]

 

Comienzo del capítulo 1 de Lolita, de Vladimir Nabokov.