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Las cuitas del general Whitman. (1).

 

 

Después del caso Müller, el general Whitman se abandonó en soledad en la casa del páramo. No quería saber nada más del mundo ni de nadie. Se había sentido muy menospreciado en el caso. Mucho. Había perdido la fe en todo y en todos, hasta en sí mismo. Y una persona sin confianza, sin un cabo donde agarrarse en su interacción con los demás, no puede tener una vida sana. Por ello se encerró en su biblioteca, en su mundo de libros y colecciones de medallas. Disfrutaba malsanamente recreándose en novelas de espionaje, de intrigas, de personajes ninguneados acostumbrados a perder. Pero él no era un perdedor y lo sabía. Intelectualmente era un portento, no necesitaba que nadie se lo dijese. Aunque sabía que a pesar de ello y quizás por ello mismo, su escala de valores no coincidía con la de los demás. No por quedarse corto, sino más bien todo lo contrario, por pasarse de largo. Ésto le producía inquietud y desazón. A menudo padecía de cólicos y de dispepsia. Los nervios le jugaban malas pasadas. Y todo después de aquel fatídico veredicto del tribunal. Y después de haber aparecido trazas de estramonio en las copas que la señora Müller había servido en la cena aquel desafortunado día hacía ya dos años.

El general se abandonaba a la lectura todas las tardes en el butacón de su gabinete. Hojeaba revistas de viajes. Tomaba libros de los estantes y los acariciaba blandamente, y luego leía hasta doscientas páginas de una tirada. Y a media tarde, cuando en el reloj de pared sonaban las 6:00, después de tomar su acostumbrada infusión de escaramujo y frambuesas, se dejaba cabecear plácidamente en la butaca, hasta el punto de quedarse dormido como un niño. Era normalmente una hora más tarde cuando él mismo se despertaba con el furor de sus ronquidos. Así pues, todo parecía retornar a su cauce para el general. Lejos habían quedado los días de vino y rosas con la señora Müller. Y ahora disfrutaba el merecido descanso del guerrero.

 

 

Todo corría bien en el páramo, a pesar de lo siniestro que era. Silzbourg parecía un paraje sacado de alguna narración de Edgar Allan Poe. El censo electoral contabilizaba un total de ciento ochenta y seis habitantes en las elecciones de hacía tres años. De forma casi aleatoria, alrededor de noventa casas de campo, una iglesia, el consistorio y una hostería, se dispersaban a ambas márgenes del lago. Por las mañanas, el aire estaba mezclado con densos jirones de niebla. Por las tardes, el sol y el viento barrían la niebla y se veía el lago en toda su plenitud. Bandadas de avefrías y de ánsares cruzaban el cielo en formación. Pero a las ocho de la tarde la bruma volvía a colapsar y la noche se apoderaba del páramo. Se solían oír lobos aullando y búhos ululando. Y las tinieblas poseían el corazón de los campesinos y sobrecogían a los viajeros nocturnos. Por las noches llegaba el correo de Southampshire. No era un dato desconocido para ninguno de los lugareños que más de un empleado del correo había muerto mientras trabajaba. La prensa de provincias había reseñado como causa el ahogamiento después de una borrachera. Pero éso sólo era la versión oficial que habían dado los rotativos. Se rumoreaba que la viuda Müller tenía alguna relación con lo sucedido. Pero nadie sabía a ciencia cierta cuál era esa relación. De manera que representaba más una leyenda que ninguna otra cosa.

 

 

El café de las almas perdidas. (1).

 

 

Yo solamente había oído hablar del tema alguna vez. Se decía que en aquella parte de la ciudad había un café muy extraño y muy escondido, donde los desventurados de la vida hallaban la paz. Y que para entrar en él necesitabas la entrada que te daba alguien en la esquina de dos callejuelas concretas. Me hallaba yo maltrecho sufriendo por los mundanos contratiempos de mi errante existir. Y pensé que sería un buen momento para saber si aquéllo era sólo una leyenda o si por el contrario era algo cierto. Así que crucé un domingo por la tarde, después de comer, toda la barriada sur de la ciudad, hasta llegar al lugar que hacía esquina entre las calles Esperanza y Alegría. En el cruce de estas callejas, que no parecía infundir ninguna de las emociones que aludían en su nombre, había una librería de viejo, un quiosco y un orfanato de oscuras vidrieras con un pequeño jardín donde dos señoras de bata blanca parecían conversar sentadas bajo un árbol. Me acerqué al quiosco, y para entablar conversación con el dueño le pedí la edición de tarde del periódico local.

-Buenas tardes, ¿me puede dar la edición de tarde de La gaceta?
-Cómo no. Tenga. Es uno noventa.
-Gracias, tenga usted.
-Perdone mi indiscrección, pero no recuerdo haberlo visto antes por aquí.
-Así es, es la primera vez que me dejo caer por este lugar.
-Lo entiendo perfectamente. Esta barriada cae a desmano de la ciudad industrial, de los negocios y del funcionariado burocrático. Aquí no hallará prácticamente ninguna oficina en varias manzanas a la redonda. Es un sitio sombrío, que apenas nadie transita. Encontrará muchos mendigos por aquí, pero nunca espere que ninguno le asalte ni que traten de robarle. Son mendigos honrados, que se contentan con sobrevivir. ¿Le puedo preguntar qué le trae por aquí?.
-Sólo tenía ganas de vagar libremente sin un rumbo fijo. Y hoy mis pasos me trajeron a esta confluencia.
-No me engañe usted. Tengo la suficiente edad para ser lo suficientemente buen psicólogo y fisonomista. Usted tiene la marca.
-¿A qué marca se refiere?
-La marca inequívoca del infeliz.
-¿A qué marca se refiere usted? Me está usted poniendo nervioso.
-Usted tiene los ojos vidriosos y húmedos y la inconfundible marca de las líneas de marioneta. Usted es y ha sido muy infeliz en su vida.
-Fantástico. ¿Con qué derecho se cree usted para entrometerse de ese modo en mi vida, la cual sólo es de mi incumbencia? Para satisfacer las carencias del espíritu de los humanos ya existen los psicólogos.
-Hay algo más y mejor que éso.
-¿A qué se refiere?

Y entonces el quiosquero tomó un talonario que tenía guardado en su estancia y arrancó una hoja del taco, ofreciéndomela con una sonrisa.
-Hay pocas personas que son elegidas para asistir a este lugar. Muy contadas. Pero usted es buen candidato, pues tiene la marca. Esta es la entrada que le pedirán en el hall. Dése por bienvenido al café de las almas perdidas. Busque esta dirección que figura aquí, entre en este café y disfrute. Es lo mejor que se va a llevar de esta vida en sus circunstancias.
Al principio pensé en rechazar aquel ofrecimiento de un extraño, con el que jamás había hablado. Pero acto seguido, siguiendo mi instinto y mi intuición, acepté el papelito.

-Gracias. Buscaré ese sitio. ¿Cuánto le debo?
-Nada. El auxilio de las almas perdidas es gratuito. Tenga usted buena tarde. Yo ahora ya me tengo que ir. Ya he cumplido con mi cometido de hoy.
Y acto seguido, el quiosquero sacó una llave del bolsillo, bajó la persiana de su negocio, y cerró todos sus estantes. Y se marchó de allí sin mediar ninguna palabra más.
Me quedé allí plantado. El reloj de muñeca marcaba las cuatro. Y decidí buscar aquel lugar, que al parecer era mágico.

 

El hombre con rayos X en los ojos.

 

 

Trabajaba en el Hospital Alexander Fleming Memorial como cirujano e investigador de primera línea. En aquel mes de enero la cadena de acontecimientos sucedió vertiginosamente. Había tenido unas asociaciones de ideas durante el transcurso de una operación. ¿Y si el médico fuese capaz de atravesar con su mirada los tejidos? Entonces me vino a la mente el clásico de Herbert George Wells del hombre invisible, que había leído en mi pubertad, en el que un investigador demente había ideado un suero con el que conseguía cambiar el índice de refracción del cuerpo del sujeto al que se le inoculaba, de modo que se volvía totalmente diáfano a la luz. Fue coger esta idea en apariencia imposible y darle unas cuantas vueltas en mi cabeza. Y empezó a aparecer una cadena de proteínas en mi imaginación. Y poco a poco, a base de mucha paciencia, de pasar falta de sueño, acumular hambre y perder todo contacto con mis colegas y mi mujer, surgió el prototipo de suero como por ensalmo. Sólo faltaba sintetizarlo. Éso fue bastante más difícil. No por que no tuviera los elementos y los medios, sino por que los compuestos que iba hallando en los ensayos parciales eran claramente inestables. Y tenían un tiempo de vida muy pequeño. Pero, afortunadamente, y cuando mi paciencia estaba expirando, una idea propia de un genio en biología me arrebató por completo la atención de lo que estaba haciendo. ¿Y si configuraba las cuatro moléculas que constituían la red de la disolución de manera que formaran un oscilador bioquímico? Éso es, un oscilador bioquímico. De este modo, si aportaba la energía suficiente a las cuatro moléculas de la red, conseguiría un compuesto que no tendría fin, que mostraría existencia indefinida, al menos mientras no cesase mi aporte de energía. Tendría como resultado una disolución cuya concentración de cada molécula sería periódica de período la suma de los tiempos de reacción en cada uno de los sentidos, dado que la reacción era bidireccional y reversible. Mas debería suministrar energía continuamente al sujeto que sirviera para mis pruebas, ya fuese con una batería o de alguna otra manera que por el momento no percibía. Este aspecto lo solucioné poco después, puesto que en el laboratorio guardaba algunos viejos acumuladores de iones, que me resolvían la problemática de manera satisfactoria.

 

 

El día 10 de enero grabé en mi magnetófono la primera sesión de pruebas. Conecté la batería con un electrodo a la piel de un mono babuíno que me serviría para los experimentos. Le inyecté lentamente el suero presionando el émbolo de la jeringa. Al mismo tiempo iba tomando cuidadosas anotaciones de todas las variaciones de sus constantes vitales en el transcurso de la prueba. Al principio el mono Mick parecía no mostrar ningún cambio detectable mediante los aparatos de medida. Su presión sanguínea era completamente normotensa. El latido del corazón se mantenía a una tasa de setenta pulsaciones por minuto. La temperatura estuvo en todo momento rondando los treinta y ocho grados Celsius. Así pues, en apariencia el suero no parecía cambiar nada de la fisiología de Mick. Y éllo era una buena señal, pues significaba que el compuesto no producía ningún efecto secundario. En cuanto al comportamiento de Mick, no percibí nada en la primera prueba que me hiciese sospechar ninguna cosa anómala. Requería, pues, pasar a las pruebas sucesivas, en las que el suero inoculado fuese en aumento.

El día 17 de enero, el mono Mick recibió una dosis del compuesto cinco mililitros superior. Con la excepción de un pequeño aumento del ritmo cardíaco, Mick se comportó casi exactamente que la vez anterior. Y digo casi, porque en el minuto treinta y cinco posterior a la inyección se mostró perplejo e inquieto, como si algo hubiese cambiado delante de él. Pude comprobarlo cuando le mostré un paño negro con el que tenía envuelto una banana. Mick me robó el paño, cogió la banana y se puso a pelarla, con una parsimonia que exasperaría al mismo Buda. Ésto me hizo creer que iba por el buen camino. Puesto que Mick aparentaba traspasar el paño. O al menos ésa fue mi conclusión.

 

 

Otra semana después, el día 24 de enero, puse en práctica el tercer y último experimento de la serie. Incrementé de nuevo la dosis en otros cinco mililitros. A Mick le presenté en torno al minuto treinta después de la inyección una caja de plomo que contenía otra banana. Y Mick de ésta vez fue más rápido. Abrió la caja, cogió el plátano y lo devoró, dejándome impresionado. Pero le noté un comportamiento extraño en torno al minuto cincuenta. Cuando pensé que los efectos del tósigo habían remitido, Mick se mostró intranquilo. Comenzó a dar patadas a los alambres de la jaula. Se puso a chillar de manera insistente. Sus gritos me penetraban en lo más hondo de mi cabeza. Tuve que sacrificarlo, pero fue por el bien de la empresa. Un análisis post-morten de su cerebro probó que tenía una alta concentración del compuesto en el córtex visual, la parte de la masa encefálica que se halla por encima de la nuca. Así pues, ésa resultaba ser la parte cerebral diana del suero, tal y como yo había intuido en su desarrollo. Todo casaba a la perfección, pues esa parte está implicada en la visión, tal y como se sabe y como siempre se ha enseñado en las facultades de medicina. La idea de probar el suero en mí mismo me embargó por completo. Me obsesioné con esa idea. Apenas comía. A mi mujer la veía una vez a la semana. Estaba echando a perder mi vida por el hecho de pensar si debía o no inyectarme el tósigo. Y al final decidí que sí debía hacerlo.

 

 

El día 27 de febrero me hice suministrar por la doctora McKenzie una dosis intravenosa de diez mililitros del compuesto, mientras me era aplicado un electrodo con una pequeña batería en el bíceps derecho. Reconozco que había tonteado alguna vez con ella. Era una bióloga rubia muy atractiva e inteligente, que me había sacado en más de una ocasión de apuros en alguna de mis investigaciones de doctorado. Mi mujer no sabía nada, pero una vez incluso habíamos ido al pub O’Flannagans a tomar unas pintas por la tarde. Pero nada más que éso. Yo a mi mujer la tenía y tengo en un pedestal, es mucha mujer para mí. Demasiado buena mujer como para ni siquiera pensar en causarle el mínimo rasguño emocional. Nunca jamás se me pasaría semejante idea por la cabeza. Por ello siempre fui casto y mantuve una fidelidad a ella a prueba de balas. Pero a los cinco minutos de haberme administrado el suero, me di cuenta que algo había cambiado en la doctora. No se le veía ninguna ropa por encima. Me froté los ojos con las manos, para asegurarme de que no estaba soñando. Su cabello rubio bajaba por el cuello y caía perpendicularmente hacia el suelo, por encima de la espina dorsal. La espalda era nívea y bien proporcionada. Y llevaba un sujetador wonderbra último modelo que sostenía unos hermosos senos. Ella mantenía la conversación normalmente, como siempre había hecho, y yo comenzaba a sudar y a ponerme colorado como una guinda. Y entonces mi pulso se aceleró, según pude contar, hasta las ciento veinte pulsaciones por minuto. Sudaba y sudaba. La ansiedad me dominó. Y le dije a la doctora McKenzie…doctora, doctora, lléveme a un médico o a mi casa que me he puesto malo.

 

De osciladores, láseres y el comienzo del universo.

 

 

¿Es necesario pensar en una deidad como origen de todo? Desde mi punto de vista, éllo no es para nada necesario. Entonces, ¿cómo empezó el universo en el que somos conscientes? Dejando al margen mi relativa ignorancia en cuestiones de astrofísica, nadie me impide el ponerme a especular. Especular es de balde, afortunadamente. Estas especulaciones mías me permiten ser feliz y ser consciente de que lo estoy siendo en ese momento. Por ello suponen todo un logro en mi día a día, pues me hacen una persona más unida con el cosmos y más satisfecha consigo misma. Ignorando todos los posibles detalles de forma premeditada, mi visión del principio de todo tiene que ver con los osciladores y los láseres de semiconductor.

Un oscilador es un circuito que suministra la energía que inyecta una fuente de alimentación de corriente continua a una señal insignificante y realimenta esa señal amplificada hacia la entrada del circuito de manera selectiva en frecuencia. De esta manera, tenemos una señal de corriente alterna donde no existía antes ninguna, pulsando a una determinada frecuencia, la que resulta ser aquélla en la que se produce la resonancia en la red de realimentación del oscilador. Entonces, ¿qué es lo que le hace arrancar a un oscilador? La causa del arranque del oscilador no es otra que una fluctuación electrónica (que normalmente lleva pareja una fluctuación cuántica), lo que normalmente se denomina en electrónica ruido térmico. A los láseres de semiconductor, que producen luz coherente (en fase) también les sucede algo similar a ésto que describo. Los láseres de semiconductor están formados por un semiconductor enriquecido al que se suministra energía mediante una corriente de bombeo. Gracias a esta corriente de bombeo, en el cuerpo de semiconductor existe una inversión de población, en el sentido de que los electrones del mismo (si hablamos de un semiconductor tipo N) se hallan en la banda de conducción. Cuando estos electrones se recombinan con núcleos atómicos inestables en los que hay defecto de carga negativa, por el hecho de pasar a una situación de menor energía y mayor estabilidad (pasan a la banda de valencia), dan lugar a una liberación de energía proporcional al salto cuántico de esos electrones hasta caer en la órbita definitiva. Este salto cuántico es el mismo para todos los electrones que se recombinan, y por lo tanto la energía de esos cuantos liberados es proporcional a la frecuencia de la onda de luz generada. Como el medio está enriquecido y tiene inversión de población, y en los extremos del láser existen (en el lado izquierdo) un espejo totalmente reflectante y (en el lado derecho) un espejo semireflectante, tenemos que la onda de luz ve aumentada su intensidad a medida que va avanzando en el material semiconductor. Y así se hace la luz en un láser (los máser o amplificadores ópticos usados en comunicaciones ópticas tienen un funcionamiento similar, con la salvedad de que se suprime la realimentación positiva, quitando para ello los espejos de los extremos).

Entonces, ¿qué analogía tiene todo ésto con el comienzo de todo? Pues probablemente, o al menos yo desde mi humildísima posición lo veo así, el universo fue arrancado con una fluctuación cuántica, del mismo modo que arranca un oscilador o un láser de semiconductor. El medio inicial estaba enriquecido de alguna manera y era fuertemente no lineal. Y la fluctuación fue el detonador del Big Bang. ¿Quién suministró la “energía de bombeo” necesaria? Probablemente nuestro universo viene de la contracción de uno previo, y fue la propia presión creciente la que suministró la energía necesaria. Entonces, según éso, no debe ser algo infrecuente la existencia de múltiples universos con distintas condiciones de existencia. Y esa asimetría introducida en el ruido o fluctuación que supuestamente dio lugar al arranque es la misma que observamos hoy en día en la forma de un universo dinámico e inestable. Es necesario un desequilibrio, una rotura de las leyes de simetría, para dar lugar al universo que conocemos.
Claro que todo ésto, dado mi carácter profano en astrofísica, no dejan de ser solamente especulaciones. Y nunca pasarán de éso.

 

La parca.

 

 

El oficinista Gutiérrez, que administraba toda la documentación del consulado, jamás había sido feliz. Jamás. Todo lo que había hecho en la vida había sido escribir cuartillas a máquina, poner sellos, falsificar de vez en cuando alguna firma e irse los domingos solo por el casco viejo sin rumbo definido, buscando un cine que tuviese alguna película de la Warner en technicolor, para estar allí sumido en la protección de la oscuridad y pasar la tarde viendo los romances de bellas mujeres con intrépidos caballeros de traje y corbata. Su rutina era ésa.

Así pues, aquel martes día 10 de febrero, cuando estaba plenamente concentrado en la faena, miró circunspecto alrededor suyo cuando oyó abrirse de par en par la puerta de la oficina. Parecía demasiado pronto para que apareciese un nuevo cliente. En el reloj de pared sonaban las diez y cuarto y se oían los pasos de su jefe en su despacho, monótonos y huecos. El cónsul solía recorrer obsesivamente la oficina de un lado a otro miles de veces durante el día. El sonido de las suelas de los zapatos en el entarimado era ya algo tan intrínseco al consulado como lo era el tic tac del carillón o aquellas escenas orientales en los cuadros que colgaban de la pared. Mr. Jones había entrado en la diplomacia muy joven y contaba con la colaboración del eficaz Gutiérrez para casi todo, a veces hasta incluso para sus consultas maritales. Las diez y cuarto. Y apareció ella bajo el umbral de la puerta, introduciéndose en la estancia. Era una mujer de mediana edad, rubia, de cabello de mediana longitud y semblante más bien tristón. Con su huidiza mirada, Gutiérrez advirtió que sus ojos eran azules y refulgentes, como los de una gata siamesa. Tenía las pestañas maquilladas con rimel, y los labios de un rojo carmín, según pudo entrever. Y pensó para sus adentros, vaya, una mujer fatal nos toca ahora. Se volvió a concentrar en los papeles que tenía sobre la mesa, haciéndose el interesante.

-Buenos días, dijo ella.
-Buenos días, replicó él condescendiente.
-Venía arreglar los papeles de una defunción.
-¿Cuál es la dirección del finado? Aquí preparamos la documentación de fallecidos de nuestra nacionalidad solamente, dijo él.
-El caso es que no conozco la dirección. Sólo sé que el fiambre es de esta calle.
Vaya, pensó él. De todos los barrios de Tokio tenía que venir una mujer hermosa de la misma manzana a certificar una defunción.
-¿Y cuál es su nombre, señorita?,
inquirió él con un cierto nerviosismo, ajustándose el nudo de la corbata y secándose con el pañuelo el sudor de la frente, y con su pensamiento nublado como en una ensoñación.
-Yo no le puedo decir mi nombre, sólo le puedo decir que me llaman la parca y que sólo paseo por aquí cuando busco una nueva víctima.
Y entonces Mr. Jones exclamó desde su despacho…¡Gutiérrez!¡Gutiérrez!¿Qué está haciendo?¿Con quién habla?¿Hay alguna persona ahí? Y el pobre Gutiérrez tenía ya medio intestino afuera del abdomen, con el harakiri medio consumado, y la inseguridad de si había sufrido una alucinación y era todo producto de su mente o si había sucedido algo de manera real y no sólo en su imaginación.

 

El sindicato de los hombres invisibles.

 

 

De la noche a la mañana me había vuelto invisible. No me veía en el espejo. No proyectaba ninguna sombra. En los últimos cinco años me había centrado en mis investigaciones privadas. Lo hacía por placer y por amor al arte. Ni siquiera publicaba mis resultados. Era fascinante trabajar y trabajar sin deberle nada a nadie. Muchas noches permanecía imsonne, concentrado en mis cálculos. Y al fin, tras probar moléculas y moléculas, había sintetizado la fórmula de la invisibilidad.

Resultaba divertido al principio. Les levantaba la falda a las muchachas, que salían alborotadas de la facultad de ciencias. Los arrogantes maromos que llevaban de compañeros, con su sombrero bien encasquetado y su bigotito acicalado, eran despojados de la levita y de la bufanda. A los recios militares que paseaban muy estirados por el bulevar, con aires de superioridad, les ponía la zancadilla al doblar la esquina, y se precipitaban malhumorados con estrépito en el charco, con sus impolutos trajes de gala completamente embadurnados de barro y flemas. Era, ya digo, … divertido.
En las infernales madrugadas de diciembre, cruzaba sigiloso los callejones y acababa indefectiblemente en el bar de John. Y allí daba rienda suelta al jolgorio. El camarero no se enteraba de nada. Bebía de las botellas de licores detrás de la barra. Robaba dinero de la caja registradora y les pegaba bofetadas a los efebos muchachos que acompañaban a las ninfas en la oscuridad. A más de uno le reventé la cara, y ellos escapaban a trompicones, sin saber a ciencia cierta cómo eran atacados y quién los atacaba, dejando a las muchachas asombradas y solas. Por las mañanas solía frecuentar los despachos de la gaceta. Era para mí una satisfacción quitarles la silla a los plumillas cuando se disponían a sentarse, y embadurnarles con el tintero todos los papeles que tenían sobre la mesa.

Fue una época de travesuras sin tregua. Y resultaba muy divertido, mucho. Mas un día seis de enero, a las ocho de la tarde, cuando la cabalgata de Reyes desfilaba por la avenida, y los niños se arremolinaban para recoger los caramelos del suelo, un frío intenso me atravesó. Por primera vez me sentí solo. Había más de mil personas a mi alrededor, pero estaba solo. Y entonces pensé que los hombres invisibles carecen de sindicato, y que no tienen pensión de jubilación. Ni hacen vida normal siquiera. Y me sentí maldecido por el destino. Y sollocé en la calle, junto a los mendigos, ahíto de bilis y de impotencia, sabiendo que desde ese momento mi vida poco iba a cambiar, como si un retorcido demiurgo me hubiese condenado a una mazmorra por los días que me quedaban.

 

 

Transeúnte de domingos

 

 

A veces me pierdo entre la muchedumbre de la ciudad, y me convierto en un transeúnte anónimo más.

Recorro todas las calles peatonales, las aceras interminables de la avenida, las plazas con su estatua y sus bancos, y me voy aproximando a los viejos soportales. Allí hojeo los libros de los puestos. Supongo que doy una imagen de impasibilidad, de persona perfectamente confundida en el ecosistema. Pero la realidad es otra. Un cúmulo de sentimientos encontrados, de recuerdos imborrables, de inquietud perfectamente disimulada recorre todo mi ser, embargándome de melancolía.

Melancolía por lo que era la ciudad hace veinte años y por lo que era yo en aquel entonces. Las fiestas, los establecimientos que ya no están y que ahora son bancos u oficinas, las personas que nos dejaron y aquéllas de las que no hemos vuelto a tener noticias. Mis primeros escarceos con las chicas. Las juergas con mis amigos. Todo éso no volverá.

Me siento en una terraza y pido un vermouth. En la calle llueve con parsimonia, y los demás transeúntes abren sus paraguas de manera casi mecánica. Han pasado veinte años, nada menos. No es mucho tiempo, pero el suficiente para darte cuenta de que ahora tienes otras preocupaciones, tus padres se han hecho ancianos, el trabajo te absorbe, aunque sólo tú conoces tu soledad, esa soledad con la que has convivido tantos y tantos años, que te corroe, que te carcome las entrañas y que es la verdadera causa de tu melancolía.

Entonces te gustaría abrazarte a alguien querido y retenerlo contigo otros veinte años, sin soltarlo, para que así, fundidos en un abrazo, el tiempo, el maldito tic tac del reloj se parase y te pudieras entregar a lo único que tiene sentido en esta vida, la razón por la que los humanos hacemos todas las demás cosas que hacemos aunque nunca lo reconozcamos, el amor en cualquiera de sus formas. Porque somos animales evolucionados a fin de cuentas. Y aquí sólo hemos venido a dejar el mundo mejor que lo encontramos, a hacer amigos, y a perpetuar nuestro genoma.

 

Créditos de la fotografía: Periódico digital El País. Enlace: Artículo La Habana: 500 años de cultura mestiza.

 

El tiempo en mis manos.

 

 

Yo era científico y matemático, y trabajaba en mis investigaciones por libre. A la vuelta de la oficina, no necesitaba de nada más que de mi cabeza, un lápiz y un cuaderno. Tenía que construir mi propia criatura, lo deseaba. Usando ciertas ecuaciones fui diseñando poco a poco mi máquina del tiempo. Era mi secreto.

Al principio sólo eran ideas vagas e inconexas. Pero un día todo llegó a encajar y tomar forma. Cada pensamiento en que me recreaba tenía su equivalencia en el cuaderno en forma de tensores y operaciones entre ellos. Cuando tuve acabada la teoría, comencé a construir el artefacto en el garaje. Trabajaba hasta altas horas de la madrugada, perdiendo tiempo de sueño, empeñado en obtener un aparato conforme a las ecuaciones cuanto antes. Se iban sucediendo las semanas y no avanzaba nada. Pero una vez que obtuve todos los materiales, y conseguí concentrarme en las tareas, la máquina fue surgiendo poco a poco de mis manos. Cuando al fin la terminé de construir, decidí fijar un día para mi primer viaje. Mi concepto del paso del tiempo dejaría de ser el mismo cuando la rueda comenzase a girar, si mis cálculos eran correctos. Configuré las clavijas y noté un ligero mareo, al que me fui acostumbrando poco a poco. Mi tiempo local no variaba, pero podía ver como el externo sí lo hacía. Era fabuloso. Contemplaba extasiado como se sucedían las estaciones y los años. Y yo no envejecía. Era el mismo niño de siempre. La máquina era perfecta. Como un Dorian Grey de 15 años, la mente no variaba, los pensamientos fluían en mi cabeza como siempre habían fluido.

Pero, cuando ya estaba embargado por la emoción, noté una cosa. Comenzó como una palpitación en mi corazón y una neblina en los ojos. Algo no iba bien. Repasé de memoria los cálculos. Había algo que no cuadraba. ¿Qué era?. Le daba vueltas en la cabeza, mi mente era un hervidero de pensamientos extraños, y de repente lo vi todo. Acudió a mí como un relámpago. Una maldita cuenta estaba mal. El tensor de la energía basal decaía a la tasa de tiempo externo, no a la tasa de tiempo interno. Me estaba muriendo.

 

Tardes dominicales

 

No, no voy a llorar, casi, pero sí lo voy a sentir, lo estoy sintiendo ya de hecho. Para mí los domingos tienen indefectiblemente el efecto de la nostalgia, de todo lo que pude hacer y ser y que ni hice ni fui. Todas mis deudas con aquel bondadoso muchacho, de todo lo que no supe ofrecerle, aunque lo mantenga muy vivo dentro de mí. Aquellos dulces años de descubrimientos y apertura a la vida, que no supe ultimar, y que me atormentan con su martilleo todas las tardes dominicales, cuando las calles vacías tienen las tiendas y los quioscos cerrados y cae una lluvia pegajosa sobre su empedrado, mientras oigo el repiqueteo insistente y periódico de las gotas en algún barreño del desván. 
Pero poco puedo hacer a estas alturas ya. Y tampoco depende todo de mí. Si así fuera aún brillaría alguna esperanza, por pequeña que fuese. Girarán los lustros, cada vez más rápido, y todavía será aún peor. Porque poco a poco, casi sin advertirlo, empezarán a faltar personas, carne de mi carne, amigos y familiares, se irán marchando al sueño infinito. Y las arrugas ceñirán mi frente. Y estaré solo, muy solo, tanto como ahora me siento. Una soledad de cadenas y mazmorra. Porque los domingos tienen aroma a café con nostalgia. Destilan el spleen de las últimas secuencias de Qué verde era mi valle, y las despedidas sin vuelta atrás de Casablanca. Pero mientras mis huesos no se pulvericen de puro viejo en algún enterrado féretro, tan absurdos e inútiles como los de los demás, he de seguir tensando mi antebrazo, en este pulso constante con la Muerte, que de momento tengo dominado, mientras el chocolate humea en la taza y le concedo otra oportunidad y otra mirada al mundo y a mí.

 

 

Feliz Navidad 2018

 

Es difícil no caer en tópicos o repeticiones en las felicitaciones navideñas. Entonces, en ese caso, es difícil innovar. Sirvan en todo caso estas líneas para declararme amigo de las personas de buena voluntad y de buenos actos, aunque no las conozca, pues, aunque todos cometemos errores, los errores de éstas llevan al arrepintimiento y a la necesidad emocional de no volverlos a cometer.

De esta manera, lo mejor es mantener la mente en una dieta de pensamientos positivos, ocuparla con abstracciones que nos hagan escapar de la realidad cuando ésta no es favorable, pasar el rato, como digo yo. Y qué mejor manera de pasar el rato que el trabajo y la dedicación del tiempo libre a los hobbies que uno pueda tener, en mi caso la lectura, la matemática, la poesía, o la radiotecnia y el diexismo. En 2019 es probable que cree algún que otro paper, tengo ya ideas al respecto, a lo mejor cae algún que otro poema, éso está por ver, pero en cualquier caso, le pido al año venidero más tiempo en el estado de flow y menos negatividad, que nunca es positiva por definición. Y otro tanto, y más aún si cabe le deseo a las personas que en algún momento siguieron esta web, que son su verdadera razón de ser, de qué importa lo que yo puedo aportar si no existe un receptor del mensaje. Igual que las personas. De qué sirve uno si no se junta con otros que en cierto modo interactúen con él. Uno no tiene esencia sin los otros, hay que ser percibido por otros individuos para tener una percepción más objetiva de lo que uno es como persona, y para tratar de mejorar. Por lo tanto, y sin más preámbulos, en este día de Navidad de 2018, es mi voluntad que tu año sea el mejor de la serie.

 

 

Romance de los desposados

 

Como hermano y cuñado abnegado

indómito por cruel acento ronco,

debería el poema ser abordado

con mesura o con fortaleza de tronco;

si el sacerdote absuelve a pecadores

perdone el oyente este fluido bronco,

que es mi tarea loar con los honores

merecidos por estos dos desposados

festejando hoy sus mil y un amores,

pues de amores son los abanderados.

De ella diré que es una bienhechora

mujer de caracteres acreditados

y de bondades la recolectora

que reparte con gracia lisonjera,

de alegrías la maestra bordadora.

Viajar puede en el mundo adondequiera

que de esto su marido es el testigo

tras conocer a una persona entera

reclutada será como su amigo,

y declaro sincera y acertadamente

con franqueza manifestante digo,

las hierbas ve nacer su ágil mente

tras esperadas lluvias torrenciales

y el caudal al crecer en cada afluente

desbordando los cañaverales

y es más un bravo don que una condena

el poseer sus talentos naturales.

Blandos copos de la más dulce avena

destila su buen corazón por su amado,

amada es esta fiel hierbabuena

por un bendito santo enamorado,

que llovido cayó un día del cielo

moreno y con el porte acicalado,

el ángel blanco de su caro anhelo,

consorte regalándole su vida

y entregado sin pesar ni recelo

a adorar con fidelidad su querida,

gallardo mozo de coraje albino

apolo inmaculado en causa aguerrida,

de la mar de su amor el marino

pescador de corales ventureros,

de sus querencias el sutil adivino,

el más noble de todos los caballeros,

y ahora que son felices casados

el hornador de vástagos venideros

descendientes de estos afortunados

que se entregan a la común tarea

de formar la familia de adorados

retoños de su semilla y ralea

y puesto que estamos aquí reunidos

en común y armoniosa asamblea

les debemos los amigables cumplidos

que en su ronca dicción pronuncia el poeta,

perdonen la irrupción de mis sentidos

que la hora es de hacer la maleta,

sin vergüenza ni maliciosos oprobios

hinchemos el pulmón como un atleta

gritándoles entonces : ¡ vivan los novios !

 

 

© SergeantAlaric, agosto de 2011.

 

Yo también estoy indignado, pero con reservas

 

Copio a continuación el poema «No son tiempos de Pigmalión y Galatea», perteneciente a mi poemario «El rostro sagrado», como muestra de solidaridad con los indignados de todo el mundo, pero sólo con aquéllos que han hecho sus reivindicaciones de modo pacífico y sin alteración del orden público. Este movimiento originalmente organizado de manera pacífica dio ejemplo a la sociedad de cómo se puede reclamar un mundo mejor y posible, pero no estoy de acuerdo bajo ningún concepto con el uso de las malas artes para tal fin, por lo que mi adhesión a las formas en las que pueda derivar estará siempre condicionada a los modos de su operativa. Dedicado especialmente al movimiento 15-M en su planteamiento original, no como digo al posible movimiento indignado «indignante», y con la esperanza de que se logre mejorar la antiética y mala situación que estamos viviendo, ya sea motivada por acciones voluntarias fuera de los cauces legales o por la propia evolución de la economía. Que nadie se de por aludido en particular en las líneas de este poema, es una simple crítica a las irregularidades del sistema establecido, pero sólo a las irregularidades, pues no me cabe ninguna duda de que entre la clase política también habrá gente honrada.

 

«No son tiempos de Pigmalión y Galatea»

 

No son tiempos de Pigmalión y Galatea, no, no lo son,

se libra una batalla sin lanzas ni escudos, la muerte es lenta y dolorosa,

ténlo presente si quieres sobrevivir,

se parapetan los soldados tras las esquinas,

los huesos temblorosos le reclaman al mendigo,

escarba su mísero alimento entre los restos con demasiada frecuencia,

el mariscal dirige a sus desmejorados ejércitos,

los guerreros de la más cruenta lucha que jamás ocurrió, las huestes

de famélicas ancianas, de jóvenes músicos con la mano tendida,

de carismáticos empleados venidos a menos, de heroinómanos desdentados,

de alargados individuos de ochenta libras, de prostitutas moribundas,

avanzan sigilosamente por esta maraña de callejones y parques y cementerios,

no saben donde les espera su mariscal blandiendo la güadaña,

en qué rincón habrán de acatar la orden postrera,

coloca tu linda cabeza sobre esta piedra, aquí en el cadalso,

el verdugo no se apiada de ellos,

y mientras tanto señores de alto linaje se pavonean y se sonríen, organizan bailes,

el verdadero baile lo tenemos ahí afuera,

los ministros se ufanan de dirigir la contienda, adquieren relojes,

los verdaderos relojes están en las vísceras, hay muchos por ahí a precio de saldo,

se vende un riñón a buen precio, necesito seguir viviendo,

los importantes presidentes viajan y se reúnen y deciden, no es fácil, claro,

merman los ejércitos cada segundo que fluye, la batalla no tiene fin,

y los oficiales se entregan a sus cotidianos quehaceres,

se tratan con refinada diplomacia,

se dicen bellas palabras con retorcidas intenciones,

las arcas de algunos engordan sospechosamente,

los soldados del mundo agonizan mientras tanto,

en esta batalla universal de la vida y la muerte,

mas una cosa sé cierta, la tengo bastante clara,

ese tumulto de oficiales trajeados con sus galones bien a la vista,

de presidentes desmemoriados según a qué hora,

de ministros sin escrúpulos, ellos, ellos son el

verdadero ejército de pordioseros,

la verdadera miseria humana anida en sus abyectas miradas,

están ya podridas sus gastadas palabras.

 

 © El rostro sagrado, SergeantAlaric, 2012.

 

(16)- El libro sagrado

 

Los bólidos encienden los trazos

de la Sublime Escritora, ¿ves su luz allí?.

No es el carmesí del poniente,

el rubescente color de la doncella

que se asoma a su penumbrosa galería,

ahora miríadas de astros nos contemplan,

miríadas de luces de millones de siglos,

la doncella duerme mientras los grillos

nocturnos invocan a sus lejanas deidades.

No es el carmesí del poniente,

es la lágrima instantánea la que consideras.

La lágrima de la que ahora sueña.

La estrella fugaz de un noble sentimiento.

Testigos de las eras enmudecidos nos examinan

desde las ignotas e incomprendidas bóvedas.

Ahora observa el lento planeta errante.

Sus epiciclos fueron descritos por los

siete sabios del Mundo Antiguo,

pero más de eso no fue penetrado

su opaco e inmemorial misterio.

Lo efímero y lo eterno comulgan

de la antigua idea del Cosmos.

Hay tanta majestad en lo infinito

de los magníficos Cielos.

Pulsan lejanos y desconocidos cuerpos,

y sus minúsculos y despreciables ecos

atraviesan los espacios abarcando

nuestras insomnes pupilas,

reverberan las llamaradas de fuego

que se cuecen en los hornos estelares

e impertérritos las percibimos sin inmutarnos.

La leche de la doncella, la leche de Era

cruza el vasto dominio de las esferas,

guió a los marinos y mercaderes errabundos

en sus mundanos comercios y aún ahora

la vemos amamantando a sus retoños.

Cuenta con tu mecanismo los segundos,

segundos pasados serán, ni siquiera te

proveerán de más sabiduría,

La infinitud mantiene su viejo libro a buen recaudo,

el viejo libro de innúmero volumen

donde el Universo se describe sin prisa a sí mismo,

el libro de inacabables poemas de amor,

donde la anciana y sabia doncella se festeja,

recreándose en cada insignificante línea,

el amor a sí misma la obnubila.

Y guía el curso de los acontecimientos

a su más libre antojo.

¿Qué sabrá esa caprichosa chiquilla

de lo bueno y de lo malo?.

Sólo se asegura de escribir en ciclos,

pues pretende un manuscrito

sin justicia ni pasión, sin principio ni final,

es el libro sagrado de la Anciana Escritora.

 

© El rostro sagrado, SergeantAlaric, 2012.

 

(15)- Diálogo con la Madre

 

 

Madre, ¿dónde he de escuchar tu cansada voz?.

A veces el viento beligerante parece traerme

la sinuosa narración de tu juventud plañidera,

es la historia de tu sufrimiento, por tus criaturas

sollozaste todos los aguaceros, por tus hijos

consumiste el fuego de los nidos de estrellas,

me admiro de tu noche de verano centelleante

cuando el sueño parece dominar tu genio iracundo,

esa quietud láctea la desearon los césares en los siglos,

por las jerarquías los hombres lucharon en las jornadas,

y en las noches estrelladas pensaron en tu grandeza,

desde seculares eras hasta los tiempos presentes,

oh, esa grandeza del pájaro y del microbio,

la grandeza del arroyo y del tulipán, de ti heredan los hijos

tu perspicacia, la matriz arroja hermosos vástagos.

Otras veces escucho la fluyente letanía del agua,

son las preces infinitas del riachuelo agradecido

veo tanta sabiduría en cada ínfima gota

invocando en coro al unísono la vieja balada.

Te escucho de las más numerosas formas,

junto al arrullo oceánico, en el admirable gorjeo del

pájaro, en el esplendoroso día del entretiempo,

tu voz me llega clara y diáfana pues

posee todas las residencias universales.

Algunas ocasiones, raras veces, me atemorizas

con la regañina al hijo mal criado, ese día cuando

el istmo parece querer quebrarse, cuando la tempestad

se encoleriza con todos tus retoños, cuando

el temblor advierte de tu soberbio temperamento,

pero, Madre, he de acatar tu genio y tu soberbia,

los hijos somos egoístas, compréndelo, cada día

que pasa hollamos más en tu faz, te haces vieja,

nuestro cariño es interesado, siempre lo ha sido,

arañamos tu rostro con alegre indiferencia.

Pasarán los eones, llegarán nuevas eras,

las civilizaciones se extinguirán y germinarán de nuevo,

pero tus vástagos seguirán escuchando tu vieja y

cansada voz, esa dulce y amorosa canción de cuna

del pinar atravesado por el viento, del río inmemorial,

del jilguero incubando en su prometedora morada,

porque, Madre, tu cariño es infinito.

 

 

 © El rostro sagrado, SergeantAlaric, 2012.

 

 

La ecuación de quinto grado, la teoría de grupos, y el genio de Niels Henrik Abel y de Évariste Galois

 

 

En pleno romanticismo, dos jóvenes matemáticos de vidas tremendamente atormentadas, y que fallecieron en trágicas circunstancias, revolucionaron la ciencia de los números, con implicaciones posteriores muy grandes, que cubren por ejemplo la quintaesencia de la naturaleza de las teorías físicas actuales o la concepción artística de la belleza. El hallazgo de estos dos genios indiscutibles que a adolescentes edades dieron tal muestra de poder creador son las leyes de la simetría, y constituyen una condición implícita en el universo, que aparece en el aparato físico-matemático construido en torno de la teoría de la relatividad general, así como de la teoría de cuerdas. Hallamos la simetría en las fuerzas básicas de la naturaleza, en el modelo estándar de partículas, en algunos teoremas -como el que demostró la matemática Emmy Noether en relación al hecho de la correspondencia de ciertos tipos de simetría con la conservación de algunas magnitudes físicas-, en las composiciones musicales de Mozart o de Bach, en los cuadros de infinidad de pintores, en problemas como el del cubo de Rubik, y en contextos donde nunca habríamos imaginado que las matemáticas tienen algo importante que decirnos.

¿Qué es la simetría?. Se entiende científicamente por simetría a la propiedad de que aplicando ciertas transformaciones sobre algún objeto geométrico, físico o matemático (cuando digo matemático me estoy refiriendo por ejemplo a una ecuación u otra entidad de la matemática) se obtiene otro de idénticas propiedades que el primero. Es decir, los objetos, sean de la índole que sean, que poseen simetría preservan sus características bajo ciertas transformaciones. Y por características se pueden entender muchas cosas, según sea lo que estemos analizando. Por ejemplo, los más comunes cristales de nieve, con forma de estrella de 6 puntas, poseen simetría geométrica según rotaciones en ángulos de 60º, 120º, 180º, 240º, 300º, 360º, y en general múltiplos de 60º. Tampoco varía su geometría ante la transformación de reflexión especular, y como es lógico, ante transformaciones resultantes de reflexión seguida de giro o viceversa. En este caso lo que se preserva es la forma del cristal de nieve ante transformaciones que lo giran y/o que obtienen su imagen reflejada. Otro ejemplo de simetría lo constituyen las leyes de Newton de la física clásica. Presentan simetría traslacional y rotacional, ya que dichas leyes no varían aunque variemos nuestra posición viajando en el universo, o aunque variemos nuestros ejes cartesianos de referencia y por lo tanto nuestra orientación. Otro tanto ocurre con las ecuaciones de campo de la teoría de la relatividad general, las cuales son simétricas según cada una de las variables dimensionales, según rotaciones en torno a diferentes ejes, y según traslaciones en el tiempo. Estos hechos precisamente son una fortuna para nosotros, puesto que permiten saber cómo se comporta el Universo conociendo nuestra vecindad más próxima.

 

 

Pero, ¿cuál fue el origen del estudio de los grupos de transformaciones que preservan propiedades y que dan lugar a la simetría?. Por increíble que parezca, el estudio de esta característica omnipresente en la Naturaleza y en el Universo, nació como punto y final de una de las mayores frustraciones de los matemáticos de toda la historia, tras al menos cien años de trabajos infructuosos llevados a cabo por verdaderas eminencias, y motivado por la búsqueda de la solución de la ecuación de quinto grado. Las ecuaciones de primer y segundo grado se llevan resolviendo desde hace muchísimo tiempo. No hay mayor misterio en esto, y de hecho se enseña a obtener sus soluciones en los primeros cursos de la enseñanza secundaria. Las soluciones de las ecuaciones generales de tercer y cuarto grado tuvieron que esperar al genio de Scipione Dal Ferro, Tartaglia, Cardano y Ludovico Ferrari, y por cierto, sus respectivos hallazgos se vieron envueltos en un poderoso halo de malsana competencia, de los más abyectos instintos y en general de una lucha auténticamente vil en la búsqueda de la prioridad o primicia. Sin embargo, después de estos notables logros, la cosa se estancó por décadas. A cada intento de encontrar solución a la ecuación general de quinto grado le sucedía el respectivo fracaso.

En general, es un hecho bien conocido que por el teorema fundamental del álgebra toda ecuación de grado N tiene exactamente N soluciones, que pueden ser en parte complejas y en parte reales, todas complejas, o todas reales. De acuerdo con esto, no tiene sentido imaginar si una ecuación tiene o no soluciones, de seguro que las tiene, la cuestión es obtenerlas mediante operaciones básicas como la suma, la resta, la multiplicación, la división y la extracción de raíces cuadradas. Cuando se obtiene una fórmula de este tipo que utiliza dichas operaciones y que relaciona mediante ellas a las soluciones con los coeficientes de la ecuación se dice que se ha hallado una solución por radicales. Era esta solución por radicales lo que buscaban los matemáticos, por la inercia metódica de las resoluciones de ecuaciones de menor grado, y sumidos en la mayor de las ignorancias en relación a cómo debía ser enfocado el problema.

Pero para desentrañar el tan ansiado misterio hizo falta la perspicacia, la inteligencia, la imaginación, el pensamiento lateral al máximo exponente, de dos genios como el noruego Niels Henrik Abel y el francés Évariste Galois, en una época convulsa por luchas intestinas en países como Francia, -donde los republicanos pretendían sacar del poder a la recién instaurada monarquía borbónica-, una época en la que la epidemia de cólera avanzaba por Europa y en la que se imponía en las letras y en los hombres el movimiento romántico.

A pesar de su juventud, y de sus orígenes humildes y traumáticos, hijo de un hombre dado a la bebida y de una mujer casquivana, Henrik Abel logró llamar la atención de su profesor de matemáticas a una temprana edad, y gracias a ello obtuvo una ayuda económica para viajar al extranjero y alimentarse de las verdaderas fuentes de sabiduría que había en las universidades europeas. Tras una ingeniosa argumentación, en la que se pasaba del problema original a uno equivalente, Abel demostró que no es posible obtener una solución a la ecuación general de quinto grado mediante radicales. Y aún más, muchos años más tarde, se descubrió en uno de sus trabajos extraviados, que son las funciones elípticas el verdadero instrumento que es necesario emplear si queremos solucionar dicha ecuación. Sin embargo, el destino quiso que el estipendio que recibía Abel se viera cercenado, y como no poseía un puesto docente en ninguna universidad, ya que su candidatura había sido declinada a favor de otro matemático de más edad y experiencia en la enseñanza, se vio sumido en la miseria, en la más ruin de las pobrezas. ¿Cómo le puede pasar esto a un genio?. En este caso sucedió por la incompetencia de la burocracia y del régimen educativo y gubernamental, y por la terrible enfermedad de Abel, que vio cómo su vida terminaba a la edad de 26 años, víctima de tuberculosis, y sumido en la más denigrante y humillante de las miserias.

 

 

Pero si hay una vida más desdichada aún que la de Abel, ésa es la de Évariste Galois. Hijo de un alcalde francés que se suicidó a causa de las falsas descalificaciones a las que se vio sometido y de una culta y capacitada mujer, que le inculcó ella misma las bases del conocimiento a temprana edad, y tras pasar por una escuela donde según se cuenta era frecuente ver los paseos de las ratas entre los estudiantes, Galois se presentó con un año de antelación al examen de ingreso en la Escuela Politécnica Francesa, la meca intelectual que dio tantos y tantos prohombres en las ciencias. Este primer intento se vio frustrado con un suspenso, y debido a ello Galois se vio forzado a entrar en la Escuela Normal, de menor fama y categoría que la primera. Este hecho, unido a que su innovador trabajo sobre las condiciones para resolver ecuaciones algebraicas (“Mémoire sur les conditions de resolubilité des équations par radicaux”) fue extraviado y olvidado, y no sólo una sino hasta en dos ocasiones, constituyó un verdadero trauma para Galois. Curiosamente lo mismo le había ocurrido al trabajo de Abel. ¿Cómo pueden extraviarse documentos de tal valor de forma involuntaria, hasta en dos ocasiones?. Desde mi humildísima opinión pudo ser algo deliberado por parte de alguien, tal vez por envidia o tal vez por indiferencia, no lo sé, con la circunstancia coadyuvante de la dificultad de su comprensión. El resultado fue la cimentación de un carácter fuertemente revolucionario que hallaba su viva expresión en sus ideales políticos en contra del Duque de Orleáns, que a la sazón era el gobernante en Francia y cuya elección se había basado en su mediación entre la monarquía y el republicanismo, estando los ideales del joven matemático a favor de la segunda opción. Galois intentó por segunda vez entrar en la Escuela Politécnica, sin embargo, según se cree, su hábito de hacer todos los cálculos mentalmente y escribir sólo la solución o poco más que ella, así como la ineptitud de los dos profesores que lo examinaron condujeron a que de nuevo no pasara el examen de entrada a la mencionada institución educativa. Esto sumió a Galois en una profunda desesperación, que llevada de la mano de su carácter impulsivo, apasionado y genuinamente romántico, desembocaron en el poco conveniente hecho de que en una comida a la que asistían personas vinculadas con las ideas republicanas alzó su navaja por delante de sí mismo invocando al nombre del Duque de Orleáns. Se cree que fue este uno de los hechos que desencadenaron su detención por las autoridades. Fue llevado a prisión, acompañado de otros muchos revolucionarios, y según se piensa en algún momento pudo sufrir ideaciones paranoides, acompañadas de un intento de suicidio. Pero este atormentado modo de vivir aún tuvo un colofón más trágico. Después de su salida de prisión, se instaló en una casa de salud, costumbre habitual entonces aplicada a los prisioneros recién liberados, donde se enamoró de una joven vinculada con los dueños. A causa de un desengaño amoroso con esta chica, en el que la fémina se sintió ofendida por Galois, y en plena vigencia del código del honor, se cree que lo que sucedió fue que uno de sus amigos de ideas republicanas salió en defensa de ella, y como consecuencia se preparó un duelo entre Galois y su amigo, mediante el estilo tradicional de pistolas y cuenta de pasos. La noche previa al duelo, y con motivo de su profunda convicción de que iba a morir, la actividad de Galois fue un continuo frenesí, escribió algunas cartas y redactó los bosquejos y algunos resultados importantes de lo que se conoce actualmente como teoría de grupos, que es la base matemática necesaria para saber si una ecuación de cierto grado tiene solución por radicales, y que sirve para estudiar todas las posibles simetrías de cualquier tipo de ente, geométrico, físico o matemático. Un disparo alcanzó el costado del matemático y murió algunas horas más tarde posiblemente de peritonitis. Se dice que sus últimas palabras, dirigidas a su querido hermano Alfred fueron: “no llores, necesito todo mi coraje para morir a la edad de 20 años”. ¿Puede haber una vida más trágica?.

Pero…¿en qué consiste la teoría de grupos, o para empezar, qué es un grupo?. Un grupo es un conjunto de elementos de idéntica naturaleza (que puede ser en principio de cualquier tipo), acompañado de una operación binaria interna (esto es, un elemento del grupo operado con otro da como resultado otro elemento del mismo grupo), que se suele llamar producto interno, y que verifican las propiedades de asociatividad (coincide el resultado de la operación entre dos elementos operado con un un tercero con la operación entre el primero y el resultado de la operación del segundo y del tercero), existencia de elemento neutro dentro del grupo (un elemento tal que cualquier otro elemento operado con él, independientemente del orden empleado, da como resultado el propio elemento), y existencia de elemento inverso (para todo elemento existe otro elemento del grupo tal que su producto da como resultado el elemento neutro). Esta es la base de toda una teoría que en la actualidad abarca una gran cantidad de definiciones, resultados, y teoremas, y que vertebra materias y objetos tan dispares como los que enumeré al principio de esta entrada.

Por otra parte, un subgrupo es un subconjunto que forma parte de un grupo y que tiene además la estructura (cumple las propiedades) de grupo. Se dice que un subgrupo es normal en relación a otro del que forma parte, cuando dado cualquier elemento a del subgrupo se verifica que, para todo elemento b del grupo mayor del que forma parte, el resultado del producto inverso(a) (operado con) b (operado con) a, pertenece a dicho subgrupo.

Así pues, ¿qué relación tiene la teoría de Galois con la resolubilidad de ecuaciones por radicales?. Pues haciendo acopio de un mayúsculo talento e imaginación, Galois logró ver que ciertas combinaciones de las soluciones de cualquier ecuación algebraica presentan simetría mediante su transformación por los elementos de un grupo parejo a cada ecuación, que hoy en día es conocido como grupo de Galois. El joven matemático fue capaz de darse cuenta que el mayor grupo de Galois que preservaba dichas combinaciones de operaciones básicas para una ecuación general de un determinado grado era el grupo de permutaciones de los elementos, denominado también grupo simétrico, y que posee un total de N! (factorial de N) elementos o transformaciones.

Y aún más, logró desarrollar esta idea innovadora y darse cuenta de que la condición necesaria y suficiente –esto es, equivalente- para que una ecuación general de grado N tenga solución por radicales es que su grupo de Galois esté formado por subgrupos normales contenidos en él al estilo de las muñecas rusas, con el matiz añadido de que los grupos cocientes de la serie sean abelianos. Dicho de una manera intuitiva, cada subgrupo normal interno al grupo de Galois de la ecuación resoluble (cada uno de ellos dentro de otro de orden o número de elementos superior) representa el conjunto de transformaciones que preservan por simetría ciertas combinaciones de soluciones de una ecuación de menor grado que la asociada al grupo “padre”, y de este modo es necesario y suficiente para resolver dicha ecuación bajo análisis por radicales que todos los subgrupos de dicho grupo de Galois, asociados a ecuaciones de menor grado, sean normales, así como que se cumpla la segunda condición ya enunciada más arriba. Es algo similar y equivalente a pensar que para resolver una ecuación por radicales es imprescindible saber resolver las ecuaciones de menor grado que aquélla también por radicales. Como consecuencia, dado que siguiendo la teoría de Galois, se advierte que la ecuación de quinto grado no tiene solución por radicales, también se deduce entonces que esto mismo sucede para las de sexto grado, séptimo grado, octavo grado, y en general todos los grados superiores o iguales a 5.

Para conseguir su logro, Évariste necesitó gestar una gran revolución en la matemática, que pasó literalmente desapercibida para sus contemporáneos, en parte involuntariamente por la complejidad y la novedad inherentes, y quizás también en parte de forma voluntaria a causa del imperio de los instintos más bajos del ser humano. Esta revolución supuso un antes y un después, literalmente Galois descubrió por sí mismo, una única persona, una nueva rama de las matemáticas, la teoría que tantas y tantas aplicaciones ha tenido y tendrá y que constituye una de las partes del verdadero núcleo del álgebra abstracta. Como las innovaciones en matemáticas son imperecederas y eternamente poseedoras de verdad, los logros de Galois sirvieron para encumbrarlo y otorgarle «cierto grado de inmortalidad «, al igual que a Abel, cuyo nombre designa uno de los premios más importantes en la disciplina matemática en la actualidad. Pero esa inmortalidad de muy poco le sirvió a estos desdichados, que no pudieron por sus circunstancias propias saborear las mieles del éxito ni siquiera vivir vidas dignas o más felices.

A modo de humilde y siempre insuficiente homenaje, copio a continuación una de las elegías de mi poemario “El rostro sagrado”, en concreto dedicada a Évariste Galois. La ilustración de la parte superior de esta entrada representa a Abel, la central representa un copo de nieve con sus simetrías rotacionales y especular –que en realidad conforman un grupo conocido como grupo diedral de orden 12- y en la inferior aparece Évariste Galois.

 

 

«Elegía a Évariste Galois»

 

 

Sobre tu tumba

siempre habrá flores,

pequeño gran Évariste,

porque tu genio prematuro

holló muy hondo en

la tierra de los hombres,

allí dejó su semilla,

y nos trajo el agasajo

de las más eternas rosas

y de la imperecedera verdad.

Ángel caído de los cielos,

a ti dedico esta elegía,

bienquerido retoño de Prometeo,

en ti veo a un Dios benévolo,

pues fueron tu corazón y tu sangre,

las vísceras que guían cada ave,

las que guiaron tu senda

en tu efímera existencia.

¿Acaso el sino impera

sobre el poder de los hombres?

¿Por qué acudiste al duelo,

pequeño Évariste,

y nos privaste de tu talento

y de tu pasión?.

¿No fue ésta tu asesina,

la mano ejecutora que de ti

nos dejó huérfanos?.

Jamás en los siglos

se encenderá tu luz

de nuevo, pero por siempre

serás recordado,

tus obras vivirán por ti,

pequeño gran Évariste,

héroe, ídolo con

los pies de arcilla,

pero sobre todo hombre.

 

© El rostro sagrado, SergeantAlaric, 2012.