Las cuitas del general Whitman. (1).

 

 

Después del caso Müller, el general Whitman se abandonó en soledad en la casa del páramo. No quería saber nada más del mundo ni de nadie. Se había sentido muy menospreciado en el caso. Mucho. Había perdido la fe en todo y en todos, hasta en sí mismo. Y una persona sin confianza, sin un cabo donde agarrarse en su interacción con los demás, no puede tener una vida sana. Por ello se encerró en su biblioteca, en su mundo de libros y colecciones de medallas. Disfrutaba malsanamente recreándose en novelas de espionaje, de intrigas, de personajes ninguneados acostumbrados a perder. Pero él no era un perdedor y lo sabía. Intelectualmente era un portento, no necesitaba que nadie se lo dijese. Aunque sabía que a pesar de ello y quizás por ello mismo, su escala de valores no coincidía con la de los demás. No por quedarse corto, sino más bien todo lo contrario, por pasarse de largo. Ésto le producía inquietud y desazón. A menudo padecía de cólicos y de dispepsia. Los nervios le jugaban malas pasadas. Y todo después de aquel fatídico veredicto del tribunal. Y después de haber aparecido trazas de estramonio en las copas que la señora Müller había servido en la cena aquel desafortunado día hacía ya dos años.

El general se abandonaba a la lectura todas las tardes en el butacón de su gabinete. Hojeaba revistas de viajes. Tomaba libros de los estantes y los acariciaba blandamente, y luego leía hasta doscientas páginas de una tirada. Y a media tarde, cuando en el reloj de pared sonaban las 6:00, después de tomar su acostumbrada infusión de escaramujo y frambuesas, se dejaba cabecear plácidamente en la butaca, hasta el punto de quedarse dormido como un niño. Era normalmente una hora más tarde cuando él mismo se despertaba con el furor de sus ronquidos. Así pues, todo parecía retornar a su cauce para el general. Lejos habían quedado los días de vino y rosas con la señora Müller. Y ahora disfrutaba el merecido descanso del guerrero.

 

 

Todo corría bien en el páramo, a pesar de lo siniestro que era. Silzbourg parecía un paraje sacado de alguna narración de Edgar Allan Poe. El censo electoral contabilizaba un total de ciento ochenta y seis habitantes en las elecciones de hacía tres años. De forma casi aleatoria, alrededor de noventa casas de campo, una iglesia, el consistorio y una hostería, se dispersaban a ambas márgenes del lago. Por las mañanas, el aire estaba mezclado con densos jirones de niebla. Por las tardes, el sol y el viento barrían la niebla y se veía el lago en toda su plenitud. Bandadas de avefrías y de ánsares cruzaban el cielo en formación. Pero a las ocho de la tarde la bruma volvía a colapsar y la noche se apoderaba del páramo. Se solían oír lobos aullando y búhos ululando. Y las tinieblas poseían el corazón de los campesinos y sobrecogían a los viajeros nocturnos. Por las noches llegaba el correo de Southampshire. No era un dato desconocido para ninguno de los lugareños que más de un empleado del correo había muerto mientras trabajaba. La prensa de provincias había reseñado como causa el ahogamiento después de una borrachera. Pero éso sólo era la versión oficial que habían dado los rotativos. Se rumoreaba que la viuda Müller tenía alguna relación con lo sucedido. Pero nadie sabía a ciencia cierta cuál era esa relación. De manera que representaba más una leyenda que ninguna otra cosa.

 

 

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